miércoles, 11 de mayo de 2011

Comparativa

A continuación, se exponen las diferencias entre una persona no afecta por la enfermedad y otra que sí lo está. Tengo que continuar diciendo que sí estoy de acuerdo con ella en este punto, porque parece que me hubiesen visto a mí antes de escribir ese párrafo. Argumentan que una persona normal también puede recurrir a la comida y a sus excesos para encontrar placer y evadirse de los problemas, exactamente igual que una persona con ataques de atracón. Ahora bien, así como el que es normal, cuando ha comido una determinada cantidad, se sacia y deja de comer, toda vez que nota el estómago más o menos lleno, los afectados no. No podemos parar de atiborrarnos, aun cuando tengamos el vientre repleto, como si ya no existieran más comidas en el mundo, aunque estemos henchidos, seguimos comiendo.
Sigue explicando cómo a las personas afectadas, además, ciertos alimentos les provocan una reacción extraña, de modo que cuando los prueban, incluso con pequeñas cantidades iniciales, que satisfacen a la mayoría de la gente, a nosotros nos incitan a repetir otra porción otra vez, y otra, y otra,…
Esto lo he vivido yo. Alguna vez que alguien ha llevado un aperitivo al trabajo, apetitoso, dulce o salado, pero sabroso, atractivo,… Mi mente me decía: sé educada, y come sólo uno. Mis manos se extendían (más deprisa de lo que mi consciencia hubiese querido) hasta alcanzar uno de aquellos bocaditos. Directamente a la boca,… hummm, delicioso, se deshace entre el paladar, llenando todas mis papilas gustativas, a la vez que se derrama por todos los huecos que se forman en la mucosa bucal, colmando mi sentido del gusto hasta límites insospechados. Poco a poco rebosa hacia la garganta y mi faringe va ingiriendo la delicia, que se deposita en el estómago.
Pero, ¡Oh sorpresa!, sucede que cuando ya no queda más en la boca, mi mente siente cómo, a la vez que se llena un poco el estómago, ella nota un vacío. Está segura de que ese vacío se satisfará si otro aperitivo vuelve a pasar por la garganta. Y, disimulando mis prisas por coger esa segunda parte, a la vez que desviando la atención para que nadie se dé cuenta de que ya es repetición, vuelvo a alcanzar otro bocado que, rápidamente, acaba en mi cuerpo. Esta vez, el paladeo es menos intenso, y su duración, mucho más corta. El alimento, de pronto, ya se encuentra en mi estómago. Esta vez, éste empieza a sentirse satisfecho, pero sin embargo, es una sensación que yo le ignoro, no me fijo para nada en cómo se nota mi vientre, más bien, estoy pendiente de lo que mi cerebro, castigador, me repite incesantemente: el vacío que sentía se agranda, y conforme más se llena el intestino, mayor es el vacío en mi cabeza. Cuando nadie me ve, cuando los demás ya han terminado su trozo de aperitivo, yo vuelvo a meter la mano en la caja para coger un tercero, que engullo rápidamente, no sea que alguien me pille. Según van pasando los siguientes momentos la necesidad de comer otro pedazo es mayor cada vez, aun cuando el estómago comienza a protestar de lo hinchado que ya está, pero que mi mente, ladina, acalla. Cuando termino el turno de trabajo, y puesto que no he podido llenar ese vacío mental que ahora es tan grande como un agujero negro, en cuanto llego a casa arramblo con el primer comestible que contenga hidratos de carbono refinados que tenga a mano.
Al final, cuando se acaba el atracón, arrepentimiento, pena, vergüenza, frustración, rabia, impotencia,…
Es curioso, pero se ha cumplido al pie de la letra eso de la reacción extraña. Mi intención era solamente probar el primer bocado del delicioso aperitivo, exactamente como han hecho los demás compañeros, pero he acabado atracándome con cualquier cosa que tuviera a mano y que se pueda comer.

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