sábado, 30 de abril de 2011

Sintomas corporales

Intuitivamente, yo he calificado esta enfermedad como mental, porque considero que el origen del trastorno está en algún lugar de mi cerebro, incógnitamente escondido entre los procesos  psíquicos que configuran el intelecto humano. Pero sigo avanzando en las afirmaciones de la Comunidad; que, repito, pueden aceptarse o no, cada uno es libre de opinar lo que quiera; sin embargo, voy a tomarles el pulso de momento, probándolas para ver si su adopción me lleva a un resultado positivo, que de ningún otro modo he conseguido.
Pues bien, como cualquier enfermedad, tiene que tener signos y síntomas. Todos creemos conocer los más evidentes: los atracones, que son los que rechazamos con la mayor de nuestras ansias, y para los que buscamos un remedio. Sin embargo, la Comunidad afirma que realmente opera a tres niveles:
1)      Nivel físico: Son obvios los estragos que esta anomalía causa en nuestro cuerpo físico: Problemas digestivos, como las digestiones pesadas o los vómitos; endocrinos, como la obesidad y el balanceo del peso; cardiovasculares, como aumentos de tensión arterial, taquicardias,…; y muchos más, según las personas. Así como los mayores riesgos de diabetes, HTA, y muchas otras enfermedades derivadas de, por ejemplo, la oscilación tan marcada de la glucemia, etc.
No puedo enumerar todas las consecuencias que acarrea la bulimia porque son muchas y tampoco afectan igual a todas las personas, pero sí es verdad que provoca grandes complicaciones, y a veces, muy graves, ya que podrían llevarme a la muerte.

viernes, 29 de abril de 2011

¿A quién le echamos la culpa?

Otra consecuencia de la consideración de la bulimia como enfermedad es que no hay culpables ni inocentes. Nadie tiene la culpa de que padezcamos semejante mal. No es producto de una actitud indolente ante la comida, que nos haría susceptibles de arrastrarla como consecuencia de un abandono, sino que es provocada por una situación disfuncional a nivel intrapsíquico, del que no somos responsables. Ni la hemos contraído por nuestra voluntad ni la hemos buscado con negligencia, sino que nos ha venido porque el destino así lo ha determinado. No es culpa nuestra. No es culpa mía.
Pero atención, que esto va más allá. Del mismo modo que no es culpa mía, tampoco lo es de los demás. Nadie me la ha provocado, nadie me ha impuesto este mal, nadie lo ha construido en mi psique para que me torture. No tiene la culpa mi madre, ni mi padre, ni mi marido, ni mis hijos, ni mis amigas, ni mi jefe, ni mis compañeros de trabajo, ni mi vecina, ni el político de turno, ni el funcionario, ni mi médico,…
No hay culpables. No podemos echarle la culpa a nadie, no podemos acusar a ninguna persona de convertirnos en lo que somos, de colgarnos lo que tenemos y padecemos. No podemos acallar nuestras conciencias responsabilizando a otras personas, vivas o muertas, de haber sido autores de los padecimientos que soportamos.
No hay culpa. No hay reo. No hay juez.

miércoles, 27 de abril de 2011

Enfermedad

La siguiente afirmación asegura que la verdadera calificación de la bulimia es que se trata de una enfermedad, y como tal, no se vence con fuerza de voluntad.
Esto quiere decir que cuando aparecen esos deseos irrefrenables, incontrolados e incontrolables de movilizar piernas, manos y boca en pro de atravesarse la garganta con productos gastronómicos, cuando machacan cargadamente las neuronas de mi cerebro esos pensamientos obsesivos de rebuscar en la nevera y en los estantes de la cocina todo lo que pudiera satisfacer las papilas gustativas (y lo que no las satisface si no hay otra cosa),… no son simples deseos, pensamientos, intenciones, propósitos,… sino que son algo más. Se trata del resultado de extraños procesos psíquicos que provienen de un núcleo más profundo, algo más interno, un inexplorado foco cerebral que constituye una enfermedad. No son meras exigencias de un apetito desmedido, sino que realmente proceden de inextricables desarrollos internos que hunden sus raíces en lo más recóndito de las evoluciones neuronales, y llegan al cerebro en forma de compulsiones que motivan al cuerpo a reaccionar obedeciendo los impulsos. Unos impulsos que nunca podrían ser vencidos sólo tratando de acallarlos con la mente consciente, con la fuerza de voluntad, porque no son simples apetitos, sino verdaderas órdenes que la propia enfermedad obliga y exige, dictatorialmente.
Esta aseveración, aparentemente tan sencilla, tiene implicaciones realmente decisivas. Y precisamente, la primera y más importante de todas ellas supone que por mucha fuerza de voluntad que le pongamos para detener ese proceso psíquico que desemboca en el tan horrendo atracón, jamás podremos conseguirlo, puesto que las razones que mueven nuestros músculos en dirección a complacerlo, no son simples ganas, sino imposiciones psicológicas que no se pueden atajar desde el plano de la consciencia.
Otra implicación de esta declaración es que los bulímicos no somos seres débiles. Somos enfermos. No merecemos rechazo social, como no lo merece ningún enfermo: a nadie se le ocurriría decirle a un enfermo de cáncer que no se cura porque no quiere; de modo que a nosotros tampoco. Por supuesto que queremos curarnos. Es más, es lo que más queremos en nuestra vida. Somos conscientes de que libres de esas compulsiones, podremos solucionar muchos de los problemas que nos rodean, y nos ayudaría a encarar desenvueltamente otros problemas que ahora mantenemos en segundo plano, como secundarios.
Esto conecta con el siguiente alcance de la afirmación: la culpabilidad.

martes, 26 de abril de 2011

La inutilidad de mis armas

La primera afirmación es que no se trata de falta de fuerza de voluntad la razón por la que no nos es posible vencer los ataques del atracón. Es más, aseveran que las personas afectadas suelen tener una increíble fuerza de voluntad; como lo demuestran en otras áreas de sus vidas.
Eso es cierto, al menos en mi caso. Siempre he sido consciente de que podía llegar a conseguir grandes empresas. Siempre he estado involucrada en mil proyectos que me demostraran a mí misma y a los demás, de todas las proezas de las que era capaz. Por ejemplo, dejé de fumar sin ayudas, estudié dos carreras universitarias, saco adelante una casa, una familia, además de mi trabajo, el cual conseguí tras unas oposiciones. Aprobé tres oposiciones a la Administración con sendas plazas en cada una (al final elegí la que mejor me convenía), me independicé muy joven, con apenas 21 años…
En fin, nunca me he asustado por nada. Excepto,… la comida. Ella es mi torturadora, lo único ante lo que mi fuerza, tan grande para lo demás, flaquea y se disuelve estrepitosamente, dejándome desarmada y anulada frente a su capacidad arrolladora.
Si la hipótesis de la Comunidad es cierta, supone que no es un fallo en mi carácter el hecho de no vencer los ataques del monstruo de la bulimia, ya que la fuerza de voluntad, por muy potente que sea, no es arma efectiva para hacerle frente.
Si esto es verdad…. Al menos supone una explicación a todo lo que me pasa. El hecho de no conseguir frenar los ataques no es porque no lo haya conseguido con mi fuerza de voluntad, que yo creía endeble ante los comestibles; sino porque no he utilizado las armas adecuadas.
Bien, ¿y cuáles son esas armas? Si no es falta de fuerza de voluntad ¿qué es?

miércoles, 20 de abril de 2011

La búsqueda

 Otra vez de vuelta al fondo. Acabada la tregua, regresa la angustia de sentirse otra vez prisionera de las pulsiones, impotente de nuevo ante las embestidas del monstruo que se agita en mi cabeza y no me deja tomar un rumbo distinto, que me dirige una y otra vez a la ingestión desbordante de comestibles, sin pausa, hasta que los músculos abdominales se distienden de tal forma que podrían abrirse en canal, y aún así, todavía sigue.
¡Socorro!
¡Necesito algo que me saque de aquí!
¡Suplico en el silencio de mi interior una solución!
Pero ¿cuál?
Barajo opciones:
·         Terapeutas privados: Cada visita de una hora se me lleva 100 euros, y no tengo ese dinero ahora. Además, conservo poca fe en sus métodos. Todas mis experiencias anteriores con psicólogos y psiquiatras están plagadas de frustraciones.
·         Terapeutas públicos: Son gratis, pero las consultas se conceden con tal demora que para cuando pudiera acceder habría engordado 20 kilos (si no son más). A ello se añade mi ínfima confianza en sus métodos “pastilleros”.
·         Familia: ¿Qué pueden hacer? Ellos saben cómo salir de esto igual que yo: nada. Por tanto, lo único que hacen es culpabilizarme, acusarme de no tener fuerza de voluntad. En su impotencia ante la ayuda que desean prestar, pero que no saben, se convierten en una nueva fuente de estrés, fiscalizando, convirtiendo sus consejos en órdenes, la mayoría de las ocasiones dictadas de forma imperativa y poco amable, haciendo que me sienta más y más gusana, por tener esos impulsos malsanos.
·         Yo sola: ¡Pero si lo he intentado todo!. ¿Qué puedo hacer ahora? Yo sola no puedo, necesito ayuda.
La desesperación, la incertidumbre, la congoja, la asfixia moral y física (los atracones me ahogan), me llevan por un camino conocido pero de poca esperanza: Internet.
Google: bulimia – Enter
¿Ahora qué?
Voy navegando página tras página. Me sorprende comprobar que hay tantas. La mayoría son opiniones. Demandas desesperadas de ayuda. Descripción de síntomas y comportamientos.
¡No soy yo sola quien padece estos deseos frenéticos de engullir por encima de todo! Hay más gente con el mismo problema ¡No soy un bicho raro!
Ese fue mi primer descubrimiento. Y tuvo un efecto muy beneficioso en mi consciencia. No sentirse único en el mundo en un problema tan grave es, en cierto modo, reconfortante.
Lo siguiente es inferir que: si hay tantas personas en mi misma situación ¿no se le habrá ocurrido a alguna una posible salida? ¿Hay quien haya podido superarlo?
A buscar: Esa certeza de no sentirse sola me concede energías renovadas.
Google: Superar la bulimia – Enter
También esta vez el buscador arroja múltiples resultados. La mayoría súplicas de ayuda. Algunas opiniones afirmando haberlo superado. Las examino detenidamente,… agua, en su mayoría no sirven. Algunas páginas con pretensión de profesionales dan consejos para conseguirlo; pero la mayor parte remiten a la búsqueda de ayuda exterior. Pero ¿cuál?
De pronto, uno de los comentarios llama mi atención. Remite a una asociación que no conocía, pero que afirma que tiene una solución plausible. Una asociación que para preservar su anonimato, no nombraré, y a partir de ahora denominaré como la Comunidad. Visito su página, vivamente interesada en sus métodos. Sin embargo, me decepciono pronto: Parece una secta religiosa, con alusiones a una fuerza más alta que el poder humano como único recurso para salir del agobio en el que estoy metida. ¡Qué decepción!
Sin embargo, mi pura desesperación me impulsa para seguir buscando en esa misma dirección web; profundizando en sus manifestaciones y aseveraciones sobre lo que supone el problema de la comida para muchas personas. A pesar de mis reticencias, muchas de sus proposiciones me parecen muy razonables, encauzan las dificultades en un sentido diferente a como lo plantean las páginas de ayuda “profesional”, las orientan a la solución; prometen resultados positivos, pero no a cambio de nada, sino a trabajar cosas. Cosas que, sorprendentemente, no son comidas, ni dietas, ni nada que se le parezca. Hablan de sentimientos, de emociones, de pensamientos, etc., se dirigen a una forma distinta de acometer la búsqueda de la solución; a la vez que afirman que mucha gente se ha beneficiado de sus iniciativas a lo largo de muchos años de experiencia.
No voy a quedarme ahí. Recabo opiniones respecto a la Comunidad entre la gente que forma parte de ella y entre la que no la acepta, que la rechaza por diversas consideraciones. El resultado de mi búsqueda es que la mayoría de los rechazos están cargados de prejuicios, y sin embargo los partidarios de ella no exigen, como las sectas, una participación con compromiso de permanencia y adhesión; más bien al contrario, propugnan la libertad para dejar dicha Comunidad en el momento que se quiera; y aún más, permiten su seguimiento, aun cuando ni siquiera se acaten sus consejos, que por otro lado, en ningún momento se imponen a nadie.
Una de las propuestas, termina de convencerme. Me habla de la diferencia entre creer y tener fe. Una cosa es fe, que implica una adhesión sin reservas a algo, y otra cosa es la creencia, que supone más bien, el seguimiento de algo porque se espera que el resultado de ello no sea adverso, aun cuando se tenga el recelo de que algo puede no ir bien.
En consecuencia, decido probar por un tiempo sus métodos.
A ver, ¿cuáles son?

lunes, 18 de abril de 2011

Vuelta al fondo del pozo

La tregua no acabó de repente. Los pensamientos de temor aparecieron primero. Comencé a “tener miedo a sufrir atracones”. Sólo se lo confesé a una terapeuta que tuve, pero no le dio importancia. Dijo: “Si llevas dos años sin atracones, ¿Por qué vas a tener uno ahora?”. Sus palabras no me tranquilizaron; más bien al contrario, me sentí incomprendida, como si la persona en quien había puesto mis esperanzas me hubiera fallado, se hubiera desentendido de mí, de mi verdadero problema, atendiendo a otros detalles que luego se resolvieron por sí solos.
Poco a poco los temores se convirtieron en pánico, y después, por fin, lamentablemente,… en realidad. Unos meses más tarde tuve mi primer atracón de la nueva época, el primero tras la tregua. Me prometí que sería algo aislado, que no volvería a pasar, pero,… paso otra vez,… y otra,… y otra,… Al principio, pausadamente, los intervalos eran lo suficientemente largos como para que me diera tiempo a volver a adecuar el peso a su nivel; pero progresivamente, según iban pasando las semanas, y los eventos (Navidad fue un punto muy difícil), los atracones pasaron a ocurrir con tanta frecuencia y virulencia que mi cuerpo no tenía modo de recuperarse entre uno y otro, y los kilos comenzaban a escalar otra vez.

viernes, 15 de abril de 2011

Excusas

Me dejo llevar por este deseo impertérrito porque ahora no tengo la fuerza de voluntad suficiente, el estrés,… los exámenes,… los problemas en casa,… la llegada de los hijos,… Pero algún día,…
Siempre hay una excusa que justifique el hecho de no reunir el poder mental necesario para sobreponerme a las exigencias del apetito desbordante. Cada vez que éste taladraba mi cerebro, obligando a mi cuerpo a ceder a sus requerimientos, siempre me decía lo mismo: “esta vez, sí, pero es la última; la próxima, tendré fuerza suficiente para detenerlo”.
Sin embargo, ese momento nunca llegaba. Siempre había un pretexto nuevo que me concedía el “permiso” para ceder. Y comenzaba una nueva tortura. Una y otra vez. “Esta vez, la última”.

jueves, 14 de abril de 2011

La tregua

En realidad, ¿cuándo llegó el monstruo? ¿Acaso siempre estuvo ahí, agazapado, hasta que se hizo lo suficientemente grande como para que creyera que sus exigencias serían atendidas diligentemente?, ¿o invadió mi cuerpo más tarde?
Hubo momentos en el pasado en los que no me torturaba, no me retenía encadenada, era libre de él, era libre… o me sentía libre. Momentos que duraron tiempo, meses, incluso años… temporadas durante las cuales, ilusa, creí haberme escapado de él, no me machacaba, no se imponía, mi cuerpo no estaba sometido a sus caprichos erráticos, y mi yo consciente, responsable, iba moldeando su silueta despacio, pero seguro, convirtiéndolo en tarjeta de presentación aceptable: me abriría las puertas de la comunidad, el resto de los humanos no responderían desagradablemente ante el inconmensurable aspecto de un cuerpo demasiado ancho.
Incluso, llegué a conseguirlo, la figura quedó lo suficientemente adecuada a los patrones estándar de la sociedad actual. El monstruo me había dado esa tregua,… tregua…tregua…, solo eso, una tregua. Luego,… volvió. Con fuerza, despótico, autoritario, abusivo,… surgió desde el interior donde se había ocultado todo ese tiempo y ahora, exigente y absolutista, impuso sus demandas con la mayor virulencia que nunca había tenido.
Todo aquello por lo que había luchado durante el intervalo y que había conseguido, va a venirse abajo, cual un frágil castillo de naipes. Su dominio convertirá otra vez mi existencia en su imperio.

miércoles, 13 de abril de 2011

El monstruo

Muchas veces quise arrancarme esas cadenas, sustraerme a los ataques de ese deseo atenazante del atracón. Lo intenté todo: beber varios litros de agua, infusiones que ocupaban teteras enteras, únicamente comprar productos de dieta, algas y hierbas saciantes, comer fuera de casa, no acudir a eventos y reuniones de amigos o familia que incluyeran comida o cena, vestir ropa ajustada en la cintura para aumentar la sensación de presión en el abdomen…
Nada,… intentos inútiles. No existe medio de parar la fuerza del monstruo. Ese deseo imperativo que cuando se adueña de la mente, los ojos, la boca,… exige ser alimentado desaforadamente, y no puedo parar de engullir todo lo que me reclama, aunque el vientre esté hinchado, aunque el estómago casi reviente, aunque el corazón lata veloz y alocado, desbordado por la enormidad del esfuerzo al que es sometido,… aunque mi cuerpo físico entero me pida a gritos detener la ingestión, el monstruo, instalado en mi psiquismo, me obliga a deglutir sin descanso no importa qué, y seguir, y seguir, y seguir,…

martes, 12 de abril de 2011

La prisión

Desde una simple galleta hasta el más sofisticado de los postres se convierten en fuertes eslabones de una cadena, que ata mi cuerpo y mi alma a pesadas bolas de preso. Así me siento ante la comida, presa, encadenada, ahorrojada bajo siete llaves, me abruma como si fuera plomo, y a la vez no me deja huir de él. Cuando el deseo imperioso de la comida, exigente, ineludible,… taladra mi mente, surgiendo desde lo más recóndito de mi cerebro hasta penetrar todos los poros de mi piel, las mil estrategias de controlarlo se vuelven fútiles, y acabo nuevamente aprisionada, encerrada literalmente entre las paredes de la casa, que se transforma en mi presidio, y me humilla, insoportablemente, obligándome a soportar la tortura de ingerir de forma descomunal grandes cantidades de lo que para otras personas son alimentos, y que en mí se convierten en carceleros y verdugos.