miércoles, 27 de abril de 2011

Enfermedad

La siguiente afirmación asegura que la verdadera calificación de la bulimia es que se trata de una enfermedad, y como tal, no se vence con fuerza de voluntad.
Esto quiere decir que cuando aparecen esos deseos irrefrenables, incontrolados e incontrolables de movilizar piernas, manos y boca en pro de atravesarse la garganta con productos gastronómicos, cuando machacan cargadamente las neuronas de mi cerebro esos pensamientos obsesivos de rebuscar en la nevera y en los estantes de la cocina todo lo que pudiera satisfacer las papilas gustativas (y lo que no las satisface si no hay otra cosa),… no son simples deseos, pensamientos, intenciones, propósitos,… sino que son algo más. Se trata del resultado de extraños procesos psíquicos que provienen de un núcleo más profundo, algo más interno, un inexplorado foco cerebral que constituye una enfermedad. No son meras exigencias de un apetito desmedido, sino que realmente proceden de inextricables desarrollos internos que hunden sus raíces en lo más recóndito de las evoluciones neuronales, y llegan al cerebro en forma de compulsiones que motivan al cuerpo a reaccionar obedeciendo los impulsos. Unos impulsos que nunca podrían ser vencidos sólo tratando de acallarlos con la mente consciente, con la fuerza de voluntad, porque no son simples apetitos, sino verdaderas órdenes que la propia enfermedad obliga y exige, dictatorialmente.
Esta aseveración, aparentemente tan sencilla, tiene implicaciones realmente decisivas. Y precisamente, la primera y más importante de todas ellas supone que por mucha fuerza de voluntad que le pongamos para detener ese proceso psíquico que desemboca en el tan horrendo atracón, jamás podremos conseguirlo, puesto que las razones que mueven nuestros músculos en dirección a complacerlo, no son simples ganas, sino imposiciones psicológicas que no se pueden atajar desde el plano de la consciencia.
Otra implicación de esta declaración es que los bulímicos no somos seres débiles. Somos enfermos. No merecemos rechazo social, como no lo merece ningún enfermo: a nadie se le ocurriría decirle a un enfermo de cáncer que no se cura porque no quiere; de modo que a nosotros tampoco. Por supuesto que queremos curarnos. Es más, es lo que más queremos en nuestra vida. Somos conscientes de que libres de esas compulsiones, podremos solucionar muchos de los problemas que nos rodean, y nos ayudaría a encarar desenvueltamente otros problemas que ahora mantenemos en segundo plano, como secundarios.
Esto conecta con el siguiente alcance de la afirmación: la culpabilidad.

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