Por tanto, lo que siempre había deseado con anhelo era adelgazar. Mientras fui obesa, el bajar de peso había sido mi objetivo constante hasta el punto de no decidirme a tener hijos por esa razón. Por fin, cuando ya rozaba los 40 años no tuve más remedio que claudicar e ir a la búsqueda de mis niños deseados, aun cuando mi cuerpo era, literalmente, una enorme bola de grasa. Tuve suerte, vinieron bien, dos niños en tres embarazos (el primero se malogró, desgraciadamente); aunque mi cuerpo sufrió secuelas que arrastraré el resto de mi vida. ¡Si hubiera adelgazado antes de empezar…!
Pero no podía bajar de peso. Todo lo que me quitaba, luego lo ganaba nuevamente ¡otra vez!, y en mayor medida. Terminé resignándome a que no bajaría nunca de peso. Creí que jamás llegaría a una talla “normal”. Mi consciencia me decía que sólo quitándome esa grasa de encima, desaparecerían mis problemas, pero como no me era posible, no llegaría muy lejos. Incluso llegué a fantasear con la idea de qué ropa me pondrían en el tanatorio cuando mi enorme cuerpo llegara frío e inmóvil.
¡Si adelgazara…!
¡Si…!
Y ocurrió el milagro: en forma de mala noticia. Una enfermedad genética se me había desarrollado en el interior. Mis órganos afectados iban (y van, e irán) a medio gas. La obesidad no era la causa, pero no ayudaba en la evolución. Ella y los embarazos pudieron acelerar el deterioro. En ese momento, mi chip mental cambió: de off a on. Y surgieron, de pronto, de repente, sin avisar, las fuerzas necesarias para conseguir adelgazar: la tregua (por otro lado, una prueba más de que hasta mi propio subconsciente estaba convencido de que TODOS mis problemas, -incluido el de superar el nefasto diagnóstico-, desaparecerían junto con los kilos).
Adelgacé. Más de 50 kilos. Pasé de la talla 60 a la 38. Cambié un IMC de más de 42 al de 22. De obesa mórbida a normal. Sin problemas ni repercusiones. La enfermedad genética estancada, sin progresar. Tenía motivos para ser feliz.
Pero… acabó la tregua. Cuando llegué a mi peso ideal. En ese momento, todo el mundo: familia, amigos, conocidos, incluso mis médicos,… me recomendaron dejar la dieta y comenzar una alimentación “normal”. Yo entonces, que no conocía la terapia de la abstinencia, comencé a comer “de todo”. Al principio, un poco, pero la bulimia despertó y subrepticiamente volvió a surgir de las profundidades desde mi mente, invadiendo mi cuerpo todo. Y empezó el problema, recomenzó. Y con más violencia.
Yo conocía ya el sentimiento de ser delgada. Y no quería por nada del mundo volver a engordar. Y cuanto más lo deseaba, más engordaba: dieta, ayuno, atracón, dieta, ayuno, atracón… Así iba sumando kilos, con mayor horror cada día.
¡Si no engordara! ¡Todo iría bien!
¡Si no engordara!...
Toda mi razón de vivir giraba en torno a esa idea, obsesiva y machacona. Y cuando más lo temía, menos conseguía sujetar los ataques.
El resto de mi vida: mis experiencias, mis vivencias, mis relaciones con los demás, mi trabajo, todo, absolutamente todo, se hallaba contaminado con esa prioridad. Nada tenía más importancia que eso. Esa era la única opción y el único objeto. Lo demás,… creía que seguiría mansamente la estela de la primera condición, prioritaria para mí: si no engordo, no tendré problemas en ningún aspecto. Todo depende de que consiga no engordad.
Pero lo cierto es que todo iba mal: gritaba a mis hijos, reñía y discutía con mi marido, no atendía a mi familia, en mi trabajo no era todo lo atenta que me hubiera gustado, no empatizaba con mis amigos,…
Pero… si no engordo… todo se arreglará.
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